viernes, 24 de octubre de 2014

Resulta que sí, que el hábito sí hace al monje


Antes de empezar a leer este post, le puedes dar al siguiente link, y mientras leas, una suave música de un gong te acompañará: https://www.youtube.com/watch?v=QG_cakuDl3Y 

Tuchún-tuchún-tuchún-tuchún-tuchún…. Estoy tumbada en una sala aislada del mundo exterior. La sala estaría en completo silencio si no fuera por ese ruido constante de fondo. La primera idea que se me viene a la cabeza es que podría ser el sonido de una fotocopiadora. La descarto casi de inmediato. La razón es bien sencilla. Voy desnuda por completo. Tan solo llevo una bata de celulosa verde y unas braguitas del mismo material. Esto es todo lo que había en el diminuto cuarto que hay antes de la entrada de la sala.  Junto con un aviso: “quíteselo todo. Cuando esté listo, toque el timbre y vendremos a buscarle”.
Aun así, lo peor no es ni el tuchún-tuchún, ni el repugnante tacto de la celulosa en mi piel. Lo peor viene ahora. Lo sé porque la otra vez fue igual. En cuanto oiga cerrar la puerta de la sala he de quedarme inmóvil. Durante 20 minutos no podré mover ni un centímetro de mi cuerpo. Sobre todo de cintura para abajo. Algo del todo improbable porque unas cinchas inmovilizan mis piernas. El único recurso que me quedará será dejar pasar esos pensamientos inoportunos,  tratar de respirar con un ritmo regular, e imaginarme un sonido distinto https://www.youtube.com/watch?v=QG_cakuDl3Y
No será como  cada mañana y cada noche, cuando hago la meditación en casa porque, ahora mismo, todos mis esfuerzos se concentran en retener unos gruesos e inoportunos lagrimones que me inundan los ojos. Si uno solo de ellos, consigue deslizarse por mis mejillas el llanto será incontenible. Lo sé porque es el mismo miedo que he sentido durante los últimos meses. Por eso sé que el pánico se va a apoderar de mí como no consiga dejar pasar ese pensamiento que me provoca el miendo. Pero sí, si lo sé. El pensamiento se da en mí, yo lo veo, pero me cuesta no dejarme envolver porla sensación. No es sólo por los 20 minutos que me esperan o por lo que, dentro de 5 días, me dirá el cirujano mientras observa en una pantalla los resultados de la prueba de hoy. En realidad, a lo que le tengo miedo es a la bata de celulosa. Esa bata te convierte en otra persona. Te roba la rutina del día a día. Te convierte en paciente de un hospital. Es entonces cuando me viene de golpe lo que un monje budista le explicaba a una de las mujeres más poderosas del mundo. Sucedió en marzo del año pasado. Thich Nhat Hanh le contaba a Oprah Winfrey  https://www.youtube.com/watch?v=NsTp6tsIcPI que siempre supo que sería monje. Que dedicaría su vida a lo que él llama “la transformación” y que para ello tan solo hay que tener la mirada del principiante. A Oprah, las palabras de Thich Nhat Hanh le debieron llegar al alma (y al bolsillo) porque ahora anda dedicada en cuerpo y alma a dar conferencias de espiritualidad y autoayuda por todo EE.UU.
En la misma entrevista, el maestro budista también le explicaba a Oprah dos cosas preciosas que, por su sencillez, podrían pasar inadvertidas. Una de ellas se refería a la belleza. En concreto a lo que le sucedió al llegar a la Universidad de Princenton. Fue la primera vez que vió como, en otoño,  caen las hojas de lo árboles. Con un cierto sentido del humor, Thich Nhat Hanh también confiesa que este disfrute no vino solo. Vino acompañado del descubrimiento de las bondades de la calefacción. La segunda cosa sencilla tenía que ver con su hábito.  Oprah le pregunta si se sintió discriminado o aislado por vestir de manera diferente. La respuesta de Thich Nhat Hanh es sencillamente deliciosa. Thich Nhat Hanh le confiesa a Oprah que hay una razón muy poderosa por la que los monjes budistas llevan este hábito. Les recuerda quienes son. Esas sencillas túnicas de algodón de colores tierra les impiden alejarse de su objetivo vital. Les ayuda a comprender su sufrimiento y aliviarlo. Porque sin sufrimiento no hay felicidad, afirma Thay (maestro) https://www.youtube.com/watch?v=LkZDZjNFWG4
Es lo mismo que sucede cuando ingresamos en un hospital. Las batas de celulosa nos impiden olvidar porque estamos allí. Mientras pensaba en lo curioso de la confesión de Thich Nhat Hanh y esta extraña similitud entre el hábito de un monje y la bata del paciente de un hospital, la cara se me iluminó con una sonrisa inmensa. Esas batas de celulosa también nos recuerdan que puede ser que todo salga bien. Que esa es la razón por la que están en el hospital.  En esas andaban mis pensamientos cuando siento como el silencio me invade por completo. No es sólo que el tuchún-tuchún haya dejado de martillear. Por unos instantes, mi mente tan solo ha recordado la sonrisa pillina con la que Thich Nhat Hanh le confesaba todos estos descubrimientos a Oprah. Y justo entonces me avisan que ya está. Que me quite la bata, me ponga mi ropa y me vaya para casa. En lo que tarda un suspiro vuelvo a estar vestida. Al sentir el tacto de mi ropa en la piel recuerdo otro de los grandes secretos que explica Thich Nhat Hanh: vive el momento. 




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